Comentario
CAPÍTULO VI
Lucha de toros. --Carreras de a caballo. --Toreadores. --Su ridícula apariencia. --Muerte de un toro. --Un baile de etiqueta. --Sociedad en Yucatán. --Trajes de baile. --Nueva lucha de toros. --Una mestiza. --Escenas en la plaza de toros. --Un chubasco. --Dispersión de los espectadores. --Un descubrimiento. --Nueva reforma en Yucatán. --Celibato de los clérigos. --Dos palabras acerca de los padres. --Llegada de Mr. Catherwood y del Dr. Cabot. --Lluvia. --Operaciones daguerrotípicas. --La antigua cronología de Yucatán. --D. Juan Pío Pérez. --Calendario de los indios antiguos. --Es substancialmente el mismo que el de los mexicanos. --Este hecho tiende a probar el origen común de los aborígenes de Yucatán y México
A la tarde se verificó la primera lucha de toros, y las de Ticul tienen por cierto una gran reputación en todo el país. En la anterior fiesta un toreador fue muerto, lo que prometía algo de excitante. Los jóvenes del pueblo continuaban ostentando el carácter de vaqueros; y antes de la lucha hubo una carrera de caballos, que consistía en cruzar a escape de uno en uno todo el circo desde una puerta a otra, y luego repetir la misma operación por las otras dos puertas. Era aquélla una buena oportunidad para exhibir las fuerzas del caballo y la destreza del jinete.
Después de esto, se presentaron los toreadores, que, haciéndoles toda la justicia que se merecen, eran, por cierto, los hombres más feos que yo hubiese visto en ese y en cualquier otro país, exceptuando acaso los absurdos representantes de los doce apóstoles en la escena del lavatorio, de que fui testigo en Jerusalem. Los tales toreadores eran de la raza mixta de indio y negro, que forma, tal vez, la peor de las razas conocidas, y eran llamados pardos: su color es de un cobrizo oscuro, y, no satisfechos con la muy buena parte de fealdad con que la naturaleza les ha obsequiado, hacían de su lado lo posible para ser más feos ataviándose de un traje, que era una vil caricatura del vestido común europeo con algunos toques caprichosos de su fantástica elegancia. Al verlos, cualquiera habría imaginado que habían ido a hacer su tocador en el desechado guardarropa de algunos enfermos muertos en un santo hospital. Los caballos puestos a su disposición por la parte directiva de la fiesta, en la inteligencia de que han de pagarlos si mueren durante la lucha de toros, estaban cubiertos de mataduras, tenían esparaván, eran tuertos y aparecían como las bestias más miserables del mundo. Las sillas estaban cubiertas de un trapo color de escarlata, sus espuelas eran enormes, con ruedas de seis pulgadas, y portaban lanzas oxidadas con las antiguas manchas de sangre. La combinación de los colores, y, sobre todo, el escarlata, tenía por objeto aterrar al toro, y por cierto que ellos habrían sido muy capaces de meter miedo al mismo demonio.
Terminadas las carreras, los vaqueros aficionados, teniendo a mano dos vaqueros reales y efectivos para acudir a cualquier emergencia, condujeron a la plaza el primer toro. Los toreadores cargaron sobre la bestia, lanza en ristre, presentando una viva pintura de los diablos desatados; y en seguida echaron pie a tierra, para atacar. El toro se halló acorralado junto al palco que ocupábamos, y por dos veces vi pasarle el acero entre las astas penetrando en la nuca con un ruido estridente, causándole una herida horrible, de que brotaba la sangre a borbollones. Al tercer golpe el toro vaciló, hizo un postrer esfuerzo para mantenerse en pie; pero al fin se desplomó sobre sus cuartos traseros, y con un débil bramido rodó sobre uno de sus costados: de su boca manaba un arroyo de sangre, su lengua caía revolcada en el polvo, y a pocos momentos murió. Los vaqueros aficionados atáronle los pies, sujetaron las cuerdas a las sillas de dos jinetes, otros sostuvieron la presa, y, mientras que el cuerpo era arrastrado por el circo, un bullicioso espectador vecino mío, exclamaba: "¡Dos caballos y seis cristianos!".
No quiero decir lo demás. De los toros pasamos otra vez al baile, que, en la noche, era de etiqueta, y ningún caballero sin pantalones era admitido a él. La sociedad yucateca está montada sobre un cierto pie aristocrático, y se divide en dos grandes clases: una que gasta pantalones, y otra que es, sin duda alguna, la más numerosa, que no usa sino calzoncillos. La primera y más culminante regla de los bailes de etiqueta pesaba sobre esta última clase, y excluía de él a muchos de nuestros amigos de la mañana; pero no daban muestras de ofenderse por esta exclusión, y con mucha tranquilidad se fueron colocando en la parte exterior de la sala. El matador de cochinos fue admitido en calzoncillos, pero únicamente para ayudar a los sirvientes y presentar refrescos a las señoritas con quienes había bailado pocas horas antes. El aspecto general de las cosas había cambiado totalmente: los vaqueros estaban vestidos competentemente, o por lo menos su traje no era impropio para un baile de pueblo. Las señoritas se habían despojado de sus atavíos de mestizas, y se presentaron vestidas de túnicos hechos con toda propiedad para delinear la figura, o más bien para dividir ésta en dos: la superior y la inferior. Las danzas indias habían desaparecido, y en su lugar se bailaban cuadrillas, contradanzas, valses y galopas. Había aquel gracioso tinte que daba tanta vida al baile de mestizas; y las señoritas no me parecieron tan bellas en sus trajes propios. Sin embargo, había allí la misma dulzura de expresión, las danzas eran muy compasadas, la música sonora, y, en la quietud y decoro que reinaba en todo, era difícil reconocer la misma alegre y bulliciosa reunión de la mañana, y más todavía, persuadirse que aquellas lindas y tiernas fisonomías habían aparecido pocas horas antes animadas de la bárbara excitación que produce la lucha de toros.
A las diez de la mañana del siguiente día comenzó de nuevo el espectáculo de los toros: las carreras de a caballo se hicieron entonces desde la plaza hasta la casa de don Felipe Peón, a lo largo de la calle principal. Por la tarde hubo otra lidia de toros, que comenzó para mí bajo las más agradables circunstancias. Yo no hubiera pensado en concurrir, si no hubiese asegurado con anticipación una silla, y, colocándome en un palco tan henchido de gente, que me vi obligado a permanecer en pie junto a la puerta. En frente mío estaba una de las más preciosas mestizas del baile: a su derecha había un asiento desocupado, y al lado de éste otro en que se sentó un clérigo, que acababa de llegar al pueblo. Era curioso saber quién sería el propietario de la silla vacante; pero en esto entró el dueño de ella, que era un caballero conocido mío, y me instó a que la ocupase. No me hice mucho de rogar, y lo primero que practiqué, al sentarme, fue dirigirme al clérigo para significarle mi buena fortuna en haber conseguido aquel asiento, cuya comunicación me pareció que no la había recibido con la gracia y cortesía que demandaba el caso. La corrida empezó con furor: los toros fueron cubiertos de lanzadas, la sangre corría a torrentes, y los toreadores caían sobre ella. Jamás había estado tan encantado en las escenas preliminares; pero se estaba levantando una tempestad, la atmósfera se había ennegrecido, los nubarrones volaban en alas del viento, los hombres con ansiedad y vacilación permanecían en pie, y las señoritas no estaban muy tranquilas pensando en sus tápalos y peinados. Aumentábase la oscuridad: el hombre y la bestia continuaban su abierta lucha en el circo, y sin duda causaría un extraño y desusado efecto, en medio de las negras y agitadas nubes que corrían encima, el ver desde la plaza la impresión que causaba la sangrienta lucha en el mar de cabezas que aparecía en rededor, y más allá un brillante arco iris iluminando una sola línea en la oscuridad de los cielos. Designele a la señora el arco iris como una indicación de que no llovería; pero el signo desapareció, una fugada formidable de viento hizo bambolear el frágil tablado, las tiras de papel desaparecieron, los chales y pañuelos volaron y en tres minutos la plaza de toros quedó vacía. Yo no tenía paraguas que ofrecer a la señora, que desapareció arrebatada de allí por alguna persona mal intencionada; y el matador de cochinos extendió su frazada sobre mi cabeza guiándome hasta una casa próxima, en donde hice un gran descubrimiento, sabiendo lo que todo el mundo sabía en el pueblo, menos yo; esto es, que la dama, que yo había supuesto fuese una señorita, era la comprometida, o para hablar con más precisión, era la compañera del clérigo que estaba sentado junto a mí en la plaza de toros.
Hasta aquí he omitido hacer mención de un gran cambio o, como suele llamársele en el país, de una nueva reforma que está desarrollándose ahora en Yucatán, en nada parecida a las reformas emprendidas por legos desorganizadores que de tiempo en tiempo han causado tantas convulsiones en el mundo cristiano, sino una reforma peculiar y local, relativa únicamente a las relaciones domésticas de los clérigos. Muchos de mis lectores sabrán que en los primeros siglos de la Iglesia Católica no se prohibía a los sacerdotes el contraer matrimonio. Con el transcurso del tiempo, el Papa les impuso el celibato para desatarlos de los vínculos mundanos, ordenando la separación a los que estuviesen ya casados. Los clérigos resistieron y la lucha estuvo a punto de causar un sacudimiento en la economía del gobierno de la Iglesia; pero al cabo prevaleció el Papa, y por ocho siglos en todos los países en que se reconoce la dominación romana a ningún sacerdote se le ha permitido el matrimonio. Pero en Yucatán se ha encontrado esta carga demasiado pesada para poder soportarse. Desde mucho tiempo atrás, por las necesidades locales del país, se han hecho especiales concesiones al pueblo, entre otras la dispensa de poder comer carne en los días de ayuno; y guiados del espíritu liberal de esta bula, o de alguna otra que yo no conozco, los buenos padres de allí han aflojado considerablemente la tirantez de la cuerda que les ata al celibato.
Ahora voy a hacer una revelación delicada y curiosa. Podrá considerarse como un maligno ataque contra la Iglesia Católica; pero, como yo me siento inocente de abrigar semejante intención, eso no me perturba. Hay otra consideración, y es que yo soy muy inclinado a los padres. No he recibido de ellos sino bondades, y doquiera que me he encontrado en su compañía me he hallado con amigos. Sólo quiero indicar la especie y pasar de largo; si bien me estoy temiendo que con este prefacio llegue yo a llamar una atención más particular sobre el asunto. Lo omitiría del todo si no fuese porque forma una tan culminante fisonomía del estado social de aquel país, que sin ella la pintura se quedaría incompleta. Sin más preliminares diré, pero sólo al oído del lector, que a excepción de Mérida y Campeche, en donde los clérigos están bajo la vista inmediata del Obispo, en todo Yucatán, para aliviarse del fastidio que les causa la vida aislada, los clérigos todos tienen compañeras o hermanas políticas, como ellos suelen llamarlas; y para hablar con más precisión añadiré que la proporción de los que tienen compañeras con los que no las tienen es casi la misma que guardan los casados y los solteros en una sociedad bien regulada.
He dicho ya lo peor; y el mayor enemigo de los padres no puede decir más. Yo no quiero expresar mi opinión personal en esta materia; pero puedo hacer notar que, respecto del pueblo de aquel país, eso no mancha el carácter del padre, ni empeora en nada su situación. Algunas personas consideran esa conducta como irregular; pero generalmente es tenida por una amable fragilidad, y aun pudiera yo decir que se tiene como una recomendación para un padre de pueblo, por suponerse que le da ciertos hábitos de estabilidad y asiento, lo mismo que a un casado en la vida civil; y para emitir honradamente mi opinión, que no pensaba emitir por cierto, creo que eso es menos dañoso a la moral pública, que las frecuentes inconsecuencias que el celibato produce en algunos otros países católicos. El clérigo en Yucatán tiene la posición de un hombre casado, y cumple con todos los deberes que corresponden a un padre de familia. Personas de no escasa importancia en un pueblo no rehúsan el matrimonio de la mano izquierda con un clérigo. A pesar de eso, siempre nos fue muy sensible encontrarnos con individuos muy dignos, que no podíamos menos de estimar, colocados en lo que por fuerza debía tenerse como una falsa posición.
Y volviendo al caso que provocó esta digresión, el clérigo de que he hablado era generalmente tenido por hombre de buena conducta; una especie de clérigo-modelo por sus hábitos correctos y uniformes, asentado, grave, de edad madura y con todas las apariencias de ser el último hombre que pudiese haber fijado la vista en una compañera tan preciosa. El único comentario que yo escuché sobre este particular era relativo a su buena fortuna, y en ese punto él conocía ya mi opinión.
Al día siguiente llegaron Mr. Catherwood y el Dr. Cabot. Ambos habían tenido un nuevo acceso de fiebre, y estaban aún bastante débiles. Por la noche debía verificarse el baile de carnaval, pero, antes de que acabasen de reunirse los concurrentes, vímonos obligados a dispersarnos otra vez por la lluvia, que al siguiente día, en todo el discurso de él, fue la más copiosa que yo hubiese visto hasta allí en el país, en términos que aguó completamente todas las proyectadas diversiones del carnaval.
El primer día sereno que tuvimos lo empleamos en tomar al daguerrotipo los retratos del cura y de dos de las mestizas. Además de las grandes tareas que ofrecían los bailes, los toros, los retratos al daguerrotipo y el examen de las costumbres de los clérigos, yo me ocupé en la rápida lectura de un manuscrito titulado "Antigua cronología yucateca; o simple exposición del método usado por los indios para computar el tiempo". Este ensayo me lo presentó su autor, don Juan Pío Pérez, con quien tuve la satisfacción de encontrarme en aquel pueblo. Ya sabía yo que este caballero era el mejor escolar en lengua maya que había en todo Yucatán, y que era igualmente notable por su investigación y estudio de todas las materias que tendían a dilucidar la historia de los antiguos indios. Su atención se había dirigido a este ramo, por la circunstancia particular de hallarse desempeñando en la secretaria de gobierno un destino, en el cual una multitud de documentos antiguos en lengua maya pasaban constantemente por sus manos. Por buena ventura para la ciencia y sus gustos favoritos, con motivo de un contratiempo político retirose de la vida pública, y durante dos años de retiro se consagró al estudio de la antigua cronología de Yucatán. Ésta es una obra que no habría osado emprender un hombre cualquiera; y, si la fama pública puede tenerse como prueba, es preciso decir que no había en el país un hombre tan competente como el señor Pérez que pudiese aplicar a la obra más luz e inteligencia. Sube de punto el mérito de sus tareas el saber que en ellas don Juan Pío se encontró solo, sin hallar siquiera quien simpatizase con él, persuadido de que por mejores resultados que lograse no serían debidamente apreciados, y que no lograría ni aun la esperanza de aquella honorífica distinción que, a falta de toda otra recompensa, anima al hombre estudioso en la prosecución de sus solitarias tareas de gabinete.
El "ensayo" explica minuciosamente los fundamentos y principios del calendario de los antiguos indios. Con otros papeles interesantes que me dio don Pío, y de que hablaré luego, sometí ese "ensayo" al examen de un distinguido caballero, conocido por sus investigaciones sobre los idiomas y antigüedades de los indios, y estoy autorizado para decir que la obra de don Pío presenta una base para hacer comparaciones y formar deducciones, y que debe mirarse como uno de los más importantes tributos a la causa de la ciencia.
Ese "ensayo" comprende cálculos y detalles que no serán interesantes para la generalidad de los lectores; pero que no podrán menos de serlo para algunos de ellos, y por lo mismo los he publicado todos en el Apéndice, limitándome aquí a indicar el resultado. Del examen y análisis verificado por el caballero de quien he hecho referencia, puedo establecer el hecho interesante de que el calendario de Yucatán, aunque diferente en algunos particulares, es sustancialmente el mismo de que usaban los mexicanos. Tiene el mismo año solar de trescientos sesenta y cinco días, dividido de la misma manera, primeramente en dieciocho meses de veinte días cada uno, con cinco días suplementarios, y luego, en veintiocho semanas de trece días, con uno adicional. Emplea el mismo método para distinguir los días del año por una combinación de aquellas dos series, y el mismo ciclo de cincuenta y dos años, en que éstos, lo mismo que en el calendario azteca, se distinguen por una combinación de las mismas series de trece, con otro de cuatro nombres o jeroglíficos; pero don Pío reconoce que en Yucatán no hay evidencia cierta de la intercalación (semejante a nuestro año bisiesto, o a la adición secular de trece días usada de los mexicanos) necesaria para corregir el error que resulta de contar el año como igual a trescientos sesenta y cinco días solamente.
Verase en ese ensayo que, además del ciclo de cincuenta y dos años, común a yucatecos y aztecas, y aun según asegura don Pío Pérez fundado en la autoridad de Veytia, común también a los indios de Chiapas, Oaxaca y Soconusco, que los de Yucatán tenían otra edad o siglo de doscientos sesenta o de trescientos doce años, igual a cinco o seis ciclos de cincuenta y dos años; consistiendo cada una de aquellas edades o siglos en trece o doce períodos (llamados Ahaukatun), de veinte años según la opinión de varios escritores, o de veinticuatro según la de don Pío.
Yo miro como de suma importancia e interés el hecho curioso de que, sin embargo de hablar un idioma diverso, los yucatecos y mexicanos tengan substancialmente un mismo calendario, porque no es probablemente la semejanza de hábitos lo que pueda producir los instintos naturales o la identidad de posición. Un calendario es una obra científica, fundada en cálculos, en signos arbitrarios y en símbolos característicos; y la semejanza prueba que ambas naciones reconocían el mismo punto de partida: que ambas daban el mismo significado a los mismos fenómenos y objetos, cuya significación era alguna vez arbitraria y no natural. Eso muestra una fuente común de conocimientos y manera de razonar, semejanza de culto e instituciones religiosas; y, en una palabra, ése es el eslabón de una cadena de evidencia que prueba un origen común entre los aztecas y los indígenas de Yucatán. Este precioso descubrimiento se lo debemos a don Juan Pío Pérez.